El teléfono sonó a las dos de la mañana de un domingo hace años. La voz femenina --visiblemente alterada-- preguntó por Abelardo . Era obvio que se avecinaba lo peor. Aquella chica a la que di mi teléfono con la ilusión de que alguna vez llamara, en medio de su crisis, había pulsado todos los números que vio en su agenda. Yo, cómo no, aparecí en la lista tras varias llamadas infructuosas al tal Abelardo, imagino.

--Me muero, por favor, estoy en la plaza, junto al Farmacia de Guardia.

--¿Pero qué te pasa?

--Me muero, por favor, Abelardo, ven. No tardes ni hagas preguntas. Estoy en las últimas...

Cuando llegué a la plaza Mayor no había un alma. Noche cerrada y frío. Ni siquiera el taxi sempiterno que suele estar allí. Solo ella, mi secreta flor de deseo que se revolcaba sobre su propio vómito, con los coloretes desvaídos y la raya del ojo emborronada y corrida. La mirada estaba perdida y la posición, fetal. Bueno, tenía una melopea de campeonato, fruto del tequila y las cervezas indigestas de un domingo por la noche en un antro cuyo nombre da dentera pronunciar. Demasiado grogui para ir hasta el coche. Demasiado alcohol para apoyarse en mi hombro. Al final vino la ambulancia. Llegamos a urgencias. En el delirio seguía llamando a Abelardo y gimoteaba quejándose de su soledad. Cuando un café y varios inyectables la volvieron en sí, la metí en el coche y la llevé a su casa. No la volví a ver, pero creo que nunca olvidará lo bien que Abelardo se portó con ella esa noche Refrán: ¡Ay Abelardo cómo eres que no se olvidan de tu nardo!