TLtas estaciones de autobuses son por definición cutres. A veces te toca un gerente como el de la estación de Cáceres y te convierte un cocherón en una isla delicada donde se expone arte y se editan libritos de viajes. Pero lo normal, ya digo, es la cochambre hasta el punto de que sólo en una estación de buses he visto un aparato donde echabas cinco duros, metías un dedo en un agujero, pensabas en algo erótico y te medía la potencia sexual. Ese mismo aparato, en el aeropuerto de esa ciudad, te medía la tensión... En fin.

El otro día visité la estación de autobuses de Plasencia y se me cayó el alma a los pies. Para empezar, de las letras del acceso sólo queda un pedazo de la E, aunque la mugre dejada por el tiempo permite leer una estampación sucia: Entrada. Pues nada, entras y allí están los baños de caballero: tradicional agüilla con barrillo y puertas pintarrajeadas con agujeros. En un retrete, una deposición fosilizada, más barrillo sospechoso y no hay papel; en el otro retrete hay que echar 20 céntimos en una ranura. Los echo, se quedan allí, pero la puerta no se abre. La de la cafetería, tampoco. Es sábado, hay movimiento, pero no hay café. Un ascensor. Aprieto el botón... No funciona. Otro ascensor más moderno para minusválidos... Tampoco está en uso. Más retretes en la planta baja, más defecaciones fosilizadas. Las cosas buenas: floristería, estanco, consigna abierta y parada de taxis con marquesina. En un rincón, un local cerrado y polvoriento con una pintada profética: "Algún día, esto para mí, si Dios quiere, será un cortijo".

*Periodista