Un millón de euros. Ese era el precio del rescate que los secuestradores querían pedir a los padres de Tommaso, un niño de 18 meses, enfermo de epilepsia. No lo llegaron a hacer porque, a la media hora de estar en sus manos, el pasado 2 de marzo, ya había muerto.

Los padres, Paola Pellinghelli y Paolo Onofri, forman una familia modesta, y eso fue lo primero que saltó a la vista de los investigadores. Después, escarbando, concluyeron que el dinero sólo podría salir de la banca postal de una oficina de correos que dirige Paolo, en Casalbaroncolo, cerca de Parma.

Una huella digital, impresa en la cinta aislante usada para amordazar a los padres del niño, ofreció la primera pista, pero ya era demasiado tarde: Tommaso yacía muerto cerca del lecho del río Enza. Le habían dado muerte un mes antes, porque lloraba.

Los malhechores

Mario Alessi, el asesino, ya detenido, es un albañil que trabajó seis meses en la reforma del caserío de los Onofri junto con Salvatore Raimondi, otro de los secuestradores.

El trío de malhechores se completa con Antonella Conserva, pareja de Alessi. Todos se mueven en un ambiente de albañiles que hacen obras a precios baratos por el pueblo y sus cercanías. Durante aquellos seis meses, Alessi conoció al pequeño Tommaso y se enteró de que tenía que tomar unas pastillas dos veces al día a causa de la epilepsia. Incluso le llevó a su propio hijo para que jugaran juntos.

Supo también que los Onofri no tenían dinero. Sin embargo, proyectó y organizó el secuestro. De noche, en moto, con guantes y pasamontañas, se dirigió al caserío con Raimondi. Cortaron la electricidad y, cuando Paolo Onofri salió para ver qué sucedía, lo atraparon, entraron en la casa y le amordazaron junto con su esposa.

Después huyeron, hasta que al ver las luces de una patrulla se cayeron de la moto. El niño rehén volvió a llorar con toda la fuerza de sus pulmones. Se escondieron en un bosque y le mataron a golpes de pala. "Lloraba demasiado", diría Alessi.

A los pocos días, se supo que el padre del niño coleccionaba fotos de pornografía infantil. La noticia, amplificada por la televisión, le cubrió de sospechas y enmarañó el caso. Después se difundió que los sospechosos eran sicilianos y se vislumbró la presencia de la mafia. Intervinieron públicamente un obispo, el Papa y el presidente de la República. La familia lanzaba llamadas desesperadas a los secuestradores e informaba de los medicamentos que el niño debía tomar.

Los italianos, indignados, lloraban ayer conmocionados. Todos se interrogan sobre la voracidad humana.

Y unos cuantos piden la modificación de la Constitución para introducir la pena de muerte en los casos de asesinatos de niños.