Cuando alcanza cierta edad, el hombre soltero empieza a sentir en sus carnes el látigo de las prisas y de las arrugas: intuye que le ha llegado el momento de abandonar la condición de hijo profesional por la de padre amateur. Pero la paternidad es como el tenis: un juego imposible si no tienes enfrente a alguien que te devuelva pelotas envenenadas. Y es entonces cuando el soltero de hojalata se deja llevar por el irrefrenable impulso de pedir en matrimonio a la primera mujer con la que se cruza por la calle. A algunos les parecería una locura comprometer su vida con una desconocida, pero soy de la opinión de que casarse con alguien que conoces bien es un acto de demencia aún peor. De locura va precisamente el tema hoy. De locura y matrimonio. El mundo está lleno de locos: unos pocos viven en el manicomio, y los más, prefieren fundar el manicomio en su propia casa, ese centro de salud donde las camisas de fuerza cuelgan planchadas de las perchas del armario.

Hubo un tiempo en que yo pensaba que el matrimonio y la libertad eran incompatibles, pero a estas alturas lo que me parece incompatible con la libertad es el hombre per se , esté casado o no. Lo que intento decir es que el matrimonio no es tan malo, a fin de cuentas. O al menos no es tan malo como lo pintan esos agoreros que no soportan disputar el mando a distancia del televisor con unas piernas sobre la mesita del salón que no sean las suyas. Como ejemplo cercano de feliz matrimonio, ahí están mis padres, que acaban de celebrar las bodas de oro. Medio siglo, se dice pronto. Pero una unión tan duradera hoy día no es un matrimonio: es un milagro.