Tengo por Barcarrota la más grande simpatía. Cuando es feria y cuando no. Tal vez haya en Barcarrota gente mal encarada, malandrines, matachines y demás. De haberlos no me los he tropezado, antes bien al contrario, con lo que me tropiezo es con buena gente. Algunos más abollados que otros, como viene siendo normal del cielo abajo, pero aún estos últimos siempre asoman con tintes de poeta. Así que no soy imparcial. De Barcarrota me gustan hasta los andares.

El camino más corto desde Badajoz pasa por La Albuera. Pero, puestos a elegir, yo prefiero tomar por Valverde, llegar a Táliga y terminar en Barcarrota. Pocas rutas tan bellas, incluso ahora, en otoño, en esta otoñada seca y pobretona que nos ha caído encima. De Valverde a Barcarrota por Táliga, la carretera se vira, se retuerce, las dehesas te aprietan y los toros y los cochinos te van haciendo compaña. Es uno de esos viajes que despiertan el pensamiento y avivan el seso. El apetito también, sobre todo si se hace a pie. Algún día tengo que probar…

Entre Barcarrota y Jerez de los Caballeros hay una disputa por ser la cuna de Hernando de Soto. Lo que está claro es que el adelantado, de vivir hoy, comería en Las Mayas. Y es que en Barcarrota se come de maravilla. Para mí está la Navidad y la feria de Barcarrota. Y casi prefiero la feria, con su tapa de peladilla y su bacalao rebozado, con la gente en el muelle y su corrida de toros. Hubo un tiempo memorable en que Rocamador era santo y seña de la buena mesa. Un proyecto soberano al que, como a Hernando de Soto, le sopló el viento en contra. Pero queda la memoria de los buenos ratos compartidos allí con el que fuera presidente durante casi veinte años del festejo, Felipe Albarrán, de los ratos compartidos y, por supuesto, de los platos zampados.

Ahora Las Mayas le ha tomado el relevo en las tardes de toros. Allí paro y me atienden divinamente por mucho que sea el arrebato del gentío. Esos días se come a la carta, y se come con la seriedad por delante. A diario sirven un menú del día de tres primeros y tres segundos por nueve euros. Uno de mis favoritos. Nada tan entrañable como una honrada casa de comidas. Nada como la batalla diaria de dar de comer como Dios manda. Ya saben aquello de los menús de carretera, los camiones y el éxito seguro. No niego que de todo hay, es más, reconozco que hay más de lo malo que de lo bueno, pero cuando uno encuentra un sitio como Las Mayas vuelve contento. Ayer comí arroz con liebre y codornices a la plancha. Y comí magníficamente. El comedor que da al jardín estaba repleto. Las Mayas es también un restaurante que sirve bodas, bautizos y lo que se tercia. Por cierto, aún no me han invitado a ninguno de tales saraos, si les apeteciera, aquí me tienen. Comí dentro, en el salón con tele. Tres currantes y éste que firma. Servicio atento, rápido y otra vez atento. Incluso me ofrecieron repetir por si me hubiera quedado con hambre. No, gracias, pero se agradece. Flan de coco, que no es precisamente lo más conveniente para un diabético, y café. Todo por diez euros.

Cuando estuve en Memphis, adorando a Elvis, pasé en barco bajo el puente Hernando de Soto. Un puente de doble arco al que por allí llaman con desnuda picardía el «Dolly Parton Bridge». Y al pasar me acordé de aquellos héroes que cruzaron los mares, se adentraron en las selvas y dieron nuevos mundos al mundo. Y me acordé de Barcarrota, de Las Mayas, de su barra, de sus parroquianos, de su tele, de su menú y de todos los que se esfuerzan cada día por dar de comer bien y a precios módicos.