La llegada de cadáveres por docenas al tanatorio de Dujiangyan, la ciudad casi en ruinas, le enfrenta a uno a la desasosegante certeza de la fragilidad del cuerpo humano, de los muchos caminos que conducen a su rendición, de sus demasiados órganos imprescindibles. Del hospital Huaxi se va uno con la certeza de su fortaleza, de hasta qué punto puede ser aplastado, seccionado, sepultado y privado de agua y alimentos sin dimitir.

En el hospital de Chengdu, la capital de la provincia de Sichuan, hay casi 2.000 heridos del terremoto, que ha causado 80.000 muertos y desaparecidos. El ulular de las ambulancias es continuo. Es el único hospital de la región con capacidad para las operaciones quirúrgicas más complejas, así que hay un trasiego febril de enfermos entre este centro y los comarcales.

El terremoto ha empequeñecido el hospital, uno de los más grandes del mundo. Las camillas se acumulan en los pasillos y en la recepción. Muchos de los enfermos llegan de zonas infestadas de cadáveres, así que la desinfección de los quirófanos ralentiza el ritmo. Las esperas largas para ser operados son la norma. En otras latitudes habría habido motines, agresiones a doctores y quema del hospital, pero los chinos han forjado su carácter en siglos de calamidades, y las asumen como nadie.

Wang es un montañés, un tipo duro. Resistió tres días aislado, arañando el suelo de dolor por sus pies seccionados de cuajo. Llora y muerde un bolígrafo cuando se le cura en el pasillo. Pregunta con educación al doctor cuándo entra en quirófano y se recoloca el bolígrafo tras oír que hay casos más urgentes.

La mayoría de pacientes tiene las uñas retorcidas y ennegrecidas de los campesinos, y el pelo cortado a cuchillo. Los heridos son desnudados y desinfectados. Han llegado doctores de todo el país y del extranjero. Los voluntarios acompañan a pacientes sin familiares. Acucia la falta de espacio y las infecciones. "No solo por dónde vienen, sino por el postoperatorio", dice Roo Changizi, médico canadiense.

Zhang Guang Bei intentó ganar la calle cuando sintió los temblores, pero a pocos metros de la puerta le cayeron cinco plantas encima. Explica: "No perdí la conciencia. Quedé encajonado, no podía moverme, así que me imaginaba montando a caballo. No grité, guardé las fuerzas. Al principio hablaba con otros atrapados, pero poco a poco sus voces se acallaban. La oscuridad era total. Empezó a faltarme oxígeno enseguida y tuve que respirar más lentamente. Nunca perdí la esperanza".

Cao Yan, campesina de 24 años, huyó de su casa y la alcanzó el desprendimiento. Estuvo atrapada durante seis días. Cuenta: "Lloraba, pero siempre supe que me sacarían. Era frustrante: desde el primer día podía ver en el pie de las montañas a los soldados, muy pequeños, muy lejos. No podían oírme. No comí ni bebí. Lo peor era la sed".