TYta se acerca la Navidad y estoy temblando de nuevo. Es en estos días cuando echo de menos seguir siendo emigrante. Vivir fuera de tu tierra, tu familia y tus amigos de toda la vida tiene una ventaja indudable: te libras de una larga recua de compromisos sociales que acaban ocupando un tercio de tus días. Me he puesto a echar la cuenta de mis celebraciones sociales ineludibles y los resultados son espectaculares. Resulta que desde que he regresado a Cáceres, cada año he de asistir a 38 fiestas de cumpleaños, cuatro bodas, tres bautizos o comuniones y seis cenas o comidas de colegas y coleguillas. A ello hay que unir mi participación impepinable en siete actuaciones de alto secreto, pero previsible sorpresa, que reciben el nombre de operación amigo invisible. La suma es abracadabrante: cada año, participo en 58 actos sociales que conllevan una demorada ceremonia: hay que comprar un regalo, hay que vestirse adecuadamente, hay que mostrarse sumamente simpático y hay que procurar hablar de fruslerías que no hieran ni provoquen. En fin, un sinvivir.

De cada seis tardes, he de dedicar una a comprar un detallino y otra a asistir a la cuchipanda donde hago entrega del detallino. Porque esa es otra: cada una de las 58 ceremonias viene acompañada de una cuchipanda pantagruélica aderezada con mediasnoches de chopped, volovanes de surimi (¡puaj!), patatas fritas El Gallo (¡menos mal!) y petisús, muchos petisús. Me gustaría avisar a los emigrantes que ansían retornar a Extremadura: no se hagan ustedes ilusiones porque esto es lo que les espera.