TLta primera vez que dije cachondeo me fui a confesar y me mandaron tres padrenuestros de penitencia. Del primer pensamiento impuro me confesé ya con 12 años o quizás 13. Entonces, a los pechos de las mujeres no los llamábamos por su nombre, sino que teníamos una obsesión por las frutas: melones, peras, manzanas y cuando había que describir lo descomunal, recurríamos a la sandía. Del culo casi no hablábamos. Yo no sé si los niños de Cáceres éramos todos raros o sólo rayábamos en la extravagancia los que nos educábamos en Cursilandia , pero les aseguro que los culos de las chicas no nos recordaban a ninguna fruta. En cuanto a otras particularidades anatómicas, prometo por el Astoria, el Metropol y las carmelitas que no las mentábamos jamás. Sea como fuere, si teníamos algún pensamiento frutal, al día siguiente hacíamos cola ante don José Polo, don Emeterio, don Vicente Castro, don José Reviriego o el padre Monesterio para confesar nuestro pecado. Que por cierto, si por decir cachondeo nos mandaban tres padrenuestros, imagínense la que nos caía encima cuando confesábamos lo de las peras y las manzanas.

Hoy, los niños siguen refiriéndose a la anatomía femenina con metáforas. A los siete años llaman cuchara al trasero y cuando ven a una moza de eminente exuberancia, no recurren al frutero, sino al obrador de los dulces y dicen: "¡Menuda gelatina Royal!". Bien mirado, no me cambio por ellos: no me imagino arrodillándome ante don Emeterio: "Padre, me acuso de haber pensado en la gelatina Royal".