TLta niña no tendrá más de doce años, o sea, que se enfadaría si supiera que la llamo niña, pero es lo que parece, con su cuerpo delgado y esa mirada tan triste en sus ojos enormes. Está sentada en el borde de la piscina, a punto de echarse a llorar. De madrugada ha partido su amor del verano, un niño de once añitos, y la ha dejado sola con este día tan largo que no sabe llenar más que de ausencia.

La señora, que lleva malamente aún que la llamen señora, ha visto cómo se han pasado quince días uno detrás del otro, con esa torpeza boba de los preadolescentes que no saben ir por la vida con un cuerpo que les parece ajeno. Los ha seguido con la mirada en la playa, mezclados en una pandilla vocinglera, hasta que se han ido convirtiendo poco a poco en dos, aun en medio de la gente. Y ha envidiado suavemente este primer amor, esos besos furtivos, las siestas perezosas contándose mil secretos.

Por eso ahora se acerca a la niña y le dice que no se preocupe, que recibirá carta, ya verás cómo no tienes que esperar al lado del buzón mucho tiempo. La niña levanta bruscamente la cabeza y la mira como a un ser de otra galaxia. Ya me ha mandado tres mensajes y esta noche hablamos con el Messenger, contesta.

Entonces la señora siente que han pasado cien veranos y que es verdad que es más antigua que la yenka. Y que lo del final del verano llegó y tú partirás debe guardarse en el baúl de los recuerdos junto al barco de Chanquete , con las cartas amarillentas. Mucho más románticas, pero desde luego menos prácticas, dónde va a parar. Lo que hubiera dado ella por haber conocido el Messenger cuando aún no la llamaban señora.