Michael Moore no deja indiferente a casi nadie. Para la progresía es un hombre comprometido y sensible con los más necesitados, una especie de profeta de la compasión que aboga por un mundo más justo, mientras que para los prosaicos conservadores no es más que un hipócrita y un caradura. ¿Y no podrían conjugarse las opiniones de unos y otros? Lo digo porque, a mi modo de ver, el controvertido cineasta es todo eso: alguien con buenos sentimientos que desea un mundo más equitativo, y al mismo tiempo un hipócrita y un caradura. Admito, pues, que mi juicio sobre su persona es ambiguo, e incluso paradójico. Y es que, pese a admirar su cine, no puedo obviar que la radicalidad de sus postulados ideológicos acaban minando las buenas intenciones que pudieran tener sus películas. La última de ellas, Capitalismo, una historia de amor , nos vale como ejemplo de la doblez del personaje. Desde luego, resulta poco convincente que un privilegiado como Michael Moore dedique su tiempo y talento a hacer una costosa película con la que despotricar contra el sistema económico que precisamente le ha concedido esos privilegios. Por si fuera poco, tiene la osadía --o acaso el sentido del humor-- de impartir conferencias furibundas contra el capitalismo por las que cobra un dineral. Después de escuchar sus últimas declaraciones, tan extremistas y sectarias como siempre, tengo la certeza de que Moore ha vuelto a banalizar el mensaje crítico de su obra. Es una pena, porque su afán de gustar/disgustar a cualquier precio imposibilita que algunos podamos tomarle en serio pese a la estimable calidad e interés de sus películas.