TLta remodelación del Gobierno en plena Semana Santa ha dejado tocados y hundidos a varios ministros, que, cabe suponer, no se esperaban el cese en fechas tan señaladas. No sé qué amarga más, si la crónica de una muerte anunciada o la variante elegida por Zapatero : la muerte súbita. El resultado de su criba es que algunos ministros presenciaron felices las procesiones creyéndose cardenales y regresaron a casa rebajados a monaguillos. El oficio de ministro es uno de los más precarios en épocas de vacas flacas, con la circunstancia agravante de que no pueden airear su descontento ante los ciudadanos porque precisamente son ellos, en mayor o menor medida, la causa del descontento de los sufridos ciudadanos. El problema del ministro durante una crisis económica es que no puede quejarse de los ministros. Pero todo tiene su lado positivo. Ejercer un alto cargo político conlleva cierta sensación de impunidad y seguridad, de creer que uno está en una esfera superior; de ahí que el poder sea tan adictivo.

Acabo de leer una novela de Donna Leon , La chica de sus sueños , en la que el comisario Brunetti, siguiendo los consejos de su superior, se ve obligado a inhibirse de investigar a fondo el asesinato de una niña gitana por miedo a inculpar del crimen al hijo del ministro de Interior (italiano). Ser ministro, viene a decir la voz de la autora, equivale a ser intocable. Pero el caprichoso destino desmiente a la novelista y nos recuerda que en la vida real, al margen del estatus y la profesión, cualquiera puede pasar en cuestión de minutos de ser intocable a estar tocado. Y, en ocasiones, también hundido.