Hubo un tiempo en la historia del ser humano en el que el poder estaba directamente ligado a la fuerza física. Una musculatura descomunal o una especial destreza en el manejo de las armas convertía a unos en señores y a otros en siervos y esclavos. Con estas reglas del juego había una mitad del mundo, la que residía en los cuerpos menos fornidos de las mujeres, que se vio obligada a vivir bajo la tiranía de padres y maridos llenos de testosterona. Cuando la racionalidad fue sustituyendo a la fuerza bruta como elemento seleccionador de las llamadas élites, las mujeres se fueron abriendo paso muy lentamente y comenzaron a liberarse de los yugos. Allá donde rige la trilogía de la igualdad, el mérito y la capacidad sí han conseguido ser mayoría entre las nuevas generaciones de la medicina o la judicatura. Pero en el ámbito privado el abismo sigue existiendo: reciben peores salarios, son pocas las que acceden a los más altos puestos a pesar de estar sobradamente preparadas, e incluso en el interior de los hogares se mantienen y perpetúan roles decimonónicos. No cabe duda de que hemos avanzado bastante desde Clara Campoamor y Victoria Kent hasta nuestros días, pero cada 8 de marzo deberíamos reflexionar por qué la mitad del mundo sigue teniéndolo mucho más difícil que la otra mitad. Uno intenta buscar explicaciones y solo acierta a concluir que tal vez la fuerza, que suele ser siempre muy bruta, sigue teniendo demasiada vigencia. Aquel Fukuyama que predijo el fin de la historia no tuvo en cuenta que, al menos para la mitad del mundo, esto acaba de empezar hace muy poco.