Hacía años que no se daba una tarde así en Madrid. Cinco orejas, y lo de los trofeos es ahora lo de menos. La torería expresada a través del temple y el buen gusto, la despaciosidad y la hondura, la improvisación, la pureza del toreo... Fue el arte a mansalva. Algo inenarrable.

Y Juan Mora como piedra de toque de tan exitosa función. De los cinco trofeos tres fueron para él, con la correspondiente Puerta Grande.

Sin duda, la vida le tenía reservado este brillante epílogo que hoy ha comenzado para su carrera, al cabo de 27 años de alternativa, en los que ha vivido desde triunfal salida a hombros en esta misma plaza, hace ya 16 temporadas, a la terrible adversidad de una cornada que le pudo costar la vida hace 9 años en Jaén.

Juan Mora, su toreo clásico y lleno de verdad, ha vuelto a florecer en el otoño madrileño. Esa es la noticia.

La afición y el público quedaron enloquecidos por la maravillosa expresión del estilo de Mora, de enorme calidad, de estética y sentimiento, de profundo desgarro y aroma de reminiscencias ya olvidadas.

Porque tanto o más que la destreza y el oficio, la técnica y las formas, ha contando también la personalidad. Esa manera de ir, estar y salir de la cara del toro. Y el temple en forma de mando y dominio para plantear y resolver lo que no se veía posible a la vista de lo poco que daba de sí su primero.

Fueron catorce muletazos; como en el toreo antiguo, y la plaza patas arriba. Dos tandas a derechas con los oportunos remates, concretamente uno del desprecio, de auténtico cartel.

El toro con la cara a media altura, y el torero, pausado e inspiradísimo, llevándole muy prendido a lo vuelos de la muleta, acariciándole la embestida mientras le alargaba el viaje, cuando surgió el natural más auténtico por su absoluta redondez de la modernidad. Por bello y por lento no se recuerda nada igual.

A partir de ahí siguió el no va más, la parsimonia y la exquisitez en dos tandas de igual guisa. Y por fin, el último milagro, apoyándose ahora en el don de la oportunidad, cuando el toro juntó las patas delanteras a la salida del último pase de pecho, "pidiéndole" la muerte.

Mora no perdió un instante. Se perfiló en corto, y al agarrar la estocada en todo lo alto, aquello fue la locura. El toro rodado, las dos orejas y la vuelta triunfal haciéndose acompañar de su hijo.

Todavía hubo más en el cuarto, con una faena en idénticos parámetros y con un toro de condición también muy parecida, con la cara a media altura y que pegaba un pequeño derrote al final del muletazo. Conviene precisar cómo fue "el torrealta" para resaltar aún más la técnica y el oficio de Mora, que tiró nuevamente de oficio e inspiración para bordar otra vez el toreo.

La misma templanza, el marchamo de calidad, y la espada, tan pronta y efectista. Otra oreja. La consagración definitiva de Juan Mora, torero a partir de ahora imprescindible en todas las ferias y plazas que se precien de importantes.