TDtesde que se inventó el mp3, las fiestas de los pueblos ya no son lo mismo. Es decir, por fin hay algo que las hace alegres y llevaderas. Te colocas los cascos en los oídos y de pronto te conviertes en un superhéroe de tebeo: paseas por entre la vulgaridad del mundo sin miedo al contagio ni a la tristeza. ¿A quién puede importarle, después de este descubrimiento tecnológico, si en sus paseos de la tarde se encuentra con una docena de macarras motorizados escuchando a Melendi a toda pastilla con las ventanas bajadas? Subes la música y te echas a volar. Este invento es la morfina del siglo XXI. Te hace invulnerable a los telediarios. Miras por la tele a esa nube de periodistas que rodea al abogado del Solitario y ya ni siquiera se te revuelven las tripas. Te conviertes en mejor persona: como no oyes nada más allá de tu propia banda sonora, miras al mundo con ojos indulgentes. Yo he descubierto que entro en un bar y ya no me irrita el volumen del televisor. La megafonía histriónica de los días de feria resbala por mi piel sin menoscabo para mis nervios. Cuando voy enchufado a este aparato me importa un pimiento si le dan la medalla de Extremadura a un torero o a un bombero. Como si se la dan a Bin Laden . Qué puede importarle a alguien que lleva a los Beatles susurrándole al oído, a Bob Dylan regalándole conciertos hasta la madrugada, a Pablo Guerrero y Amancio Prada llevándote en volandas por las calles del pueblo, ajenos a este río de carne reciente que va a dar al botellón, que es el morir de la noche. Definitivamente, el mp3 es el mejor amigo que tenemos los cascarrabias y los aguafiestas.