TCtada vez estoy más convencida de que lo mejor para que te quieran es morirte de repente, sin molestar mucho. Apareces muerto, por ejemplo, en circunstancias extrañas, y pasas de ser un ídolo caído a un ser humano maravilloso con problemas personales. O sufres una larga enfermedad, sin hacer mucho ruido, y acabas convirtiéndote en la novia de América, mientras en las redacciones desempolvan fotos de una juventud triunfante. Es curioso lo mucho que se aprecia a los muertos. Ya seas una vieja gloria, ya un ángel caído, las necrológicas silenciarán los fracasos y cantarán solo alabanzas. Las habrá asépticas, que informen únicamente de la biografía, y hagiográficas, que conviertan al fallecido en la madre Teresa de Calcuta . Y se escribirán también esas líneas odiosas en que alguien usa como pretexto la muerte de una persona para alabarse a sí mismo. Aprovechando que desde el más allá no hay posibilidad de réplica, hay quien escribe una oda a sus méritos, rozando de pasada los del homenajeado. Cómo le gustaban mis cuadros, dirán. O qué palabras más emotivas pronunció cuando me entregaron aquel premio. También están los que aprovechan que el enemigo está en el otro mundo para ajustar cuentas y vengarse de forma rastrera. Y por último, un nuevo género, el del orador frustrado, que está deseando hablar en un funeral o en una reunión de vecinos, tanto da, si el sentimiento es el mismo. A veces pienso que a más de un fallecido le han entrado ganas de resucitar en medio del discurso, o de aparecerse en mitad de la noche, por ver si con el susto logran silenciar a los que consiguen sacar provecho hasta de la muerte ajena.