Un día después de la muerte de Mamed Mbage en el barrio de Lavapiés, empieza a haber cierto consenso (entre el ayuntamiento, los testigos e incluso los compañeros del fallecido) sobre las circunstancias en las que se produjo. A Mbage, un mantero senegalés de 34 años, no le perseguía la policía cuando sufrió un paro cardiaco en la calle del Oso, como se dijo en un principio, ni tampoco los agentes impidieron que recibiera asistencia. Pero eso influyó poco en lo que ocurrió ayer en esta céntrica zona de Madrid, llena de calles estrechas y empinadas y viejos edificios sin ascensor, donde más de un cuarto de la población es extranjera. La muerte de Mbage sacó a la luz la profunda rabia de los subsaharianos por sus condiciones de vida.

Cuentan que viven hacinados, compartiendo cama en casas de menos de 50 metros cuadrados, y que su día a día es un continuo temor a los policías, que suelen pararlos para registrarles en busca de drogas o pedirles unos papeles que «las leyes», explican, les impiden conseguir. Ponen como ejemplo el caso del propio Mbage. Llevaba más de 10 años residiendo en España y seguía en situación irregular.

Todo este hartazgo estalló primero el jueves por la noche, cuando los disturbios se prolongaron durante varias horas, dejando un rastro, aún visible a la mañana siguiente, de restos de barricadas, contenedores y cajeros incendiados, piedras, adoquines y algunos, muy pocos, comercios con la persiana bajada. Y continuó ayer, sobre todo en la plaza de Nelson Mandela, donde los amigos del fallecido recibieron al mediodía al cónsul de Senegal en Madrid, Mouctar Belal, al grito de «¡sinvergüenza!». Belal llegó en coche oficial más de 20 horas después de la muerte de Mbage, se vio obligado a refugiarse en un bar llamado Baobab y solo salió de allí con escolta policial.

Fue casi una anécdota. El malestar de la comunidad subsahariana se dirige, sobre todo, hacia el propio «sistema» español. Un senegalés de 26 años, también mantero, que conocía al fallecido desde hace más de un lustro y quiere aparecer aquí con el nombre de Edu, se colocó frente al Baobab y empezó a hablar tras ver salir al cónsul.

«Nos tratan como a basura. El color negro es como si fuera basura -dijo-. Vivimos bajo el terror. ¿Y por qué? ¿Qué hemos hecho? Queremos papeles y ganarnos la vida. La única salida, además de las drogas, es vender por la calle. Los bolsos los compramos a la mafia china, pero ellos tienen dinero y a los ricos no les hacen nada. Y ahora Mamed ha muerto. Nunca tuvo problemas de salud. La Policía no le mató, pero estamos seguros que si hubiera podido vivir de otra manera, él seguiría vivo. Era un gran amigo, muy buena persona. En Ramadán siempre ofrecía comida por las noches a todo el que la necesitaba».

CONVIVENCIA / Mientras Edu hablaba, se escucharon voces a escasos metros. La convivencia en la barriada de Lavapiés nunca ha sido idílica, pero ahora es más difícil. Un vecino se asomó a un balcón. «¡Ningún ser humano es ilegal!», gritó entre aplausos de los que estaban allí. Otro, de edad avanzada, bajó a la calle y ofreció una versión distinta. Dijo «yo vivo aquí de toda la vida», dijo «fuera de aquí» y espetó: «antisistemas de mierda». Las protestas se reprodujeron en varias ciudades españolas, entre ellas Zaragoza, que acogió una protesta espontánea y pacífica en la plaza de España. Los asistentes portaban pancartas con el lema «Sobrevivir no es delito».