El muro impedía la libertad. Quienes vivían al otro lado no podían atravesarlo y estaban obligados a sufrir una vida triste, sin realización personal. Eran tantas las ansias de superarlo, que doscientas personas dejaron sus vidas en las alambradas, escalando una pared infinita y eterna. Llevamos una semana recordando aquel muro que se cayó y casi todos se alegran de su desaparición, nadie ahorra adjetivos y la inmensa mayoría se felicita por ese mundo de libertad que, parece ser, penetró en cada rincón del planeta según iban desmoronándose los fragmentos de hormigón en Berlín. Y mientras iban a la antigua capital alemana a recoger piedrecitas, los mismos fanfarrones de la libertad se dedicaban a ir trenzando en el sur un muro más alto, más vigilado y más infranqueable. Este nuevo muro ha causado más muerte que aquél, porque no sólo hay que contar a los que dejaron su vida a finales de septiembre de 2005, sino a los miles que se ha tragado el mar y a los cientos que descansan bajo un número en el cementerio de Algeciras. Intento saber qué diferencia al muro de Berlín del que se levanta en Gaza o del que los gobiernos españoles construyeron en Ceuta y Melilla, y no dejo de preguntarme por qué Occidente quería que los ciudadanos de la RDA vinieran a vivir al oeste y no queremos que lleguen senegaleses o mauritanos. ¿Será el color de la piel? ¿Será la formación académica de los sujetos en cuestión? Todavía estoy esperando que alguien me dé una explicación razonable, que no provoque sonrojo y que tenga en cuenta aquello de que todos los seres humanos son iguales.