En infinidad de ocasiones intuimos perfectamente las historias y lo único que nos falta por conocer es la literalidad de lo ocurrido. Algo así nos ha pasado a muchos con los descubrimientos de wikileaks: hacía años que teníamos casi la plena seguridad de que los gobiernos se las gastaban así. Lo novedoso es que ahora hay pruebas que salen por escrito y en documentos oficiales que llevan sello, firma, compulsa y hasta registro de entrada y salida. Así que, una vez desvelado y comprobado que nuestros gobiernos se manejan con una literatura que saca los colores, ahora llega el turno de matar al mensajero. Cuando escribía estas líneas, Julian Assange estaba en búsqueda y captura, sus páginas desaparecían de algunos servidores de internet, y los mandatarios andaban más preocupados en acallar la verdad que en dejar de cometer crímenes, despropósitos e intromisiones. ¿A quién beneficia? Es la pregunta que no dejan de hacerse los valedores del sistema, apresurándose a encontrar una vinculación entre Assange y el terrorismo internacional. Y uno piensa que las revelaciones de wikileaks benefician a la ciudadanía. No nos vengan ahora con milongas de seguridad. Lo que necesitamos saber los ciudadanos --y nos da igual quién nos lo diga o cómo logre averiguarlo-- es si la democracia que decimos defender en el mundo es un sistema respetuoso con los principios elementales de los Derechos Humanos, o si occidente está en manos de una auténtica banda que haría un gran papel secundario para la cuarta parte de El Padrino . Muchos ya imaginábamos la respuesta: nihil novum sub sole .