Tampoco desafinan los gallos ni las chicharras en este último amanecer en India. Han pasado volando estos días porque hemos recibido un cariño infinito. Es curioso cómo la gente que menos tiene, la que vive en la zona más desfavorecida de la tierra, atesora la lucidez, el coraje y el sentido común necesarios para encarar con fortaleza las más injustas vicisitudes. En el Main Campus donde la Fundación Vicente Ferrer nos ha acogido residen 30 familias, más de 30 voluntarios y cooperantes y hay más de 300 personas trabajando. Es toda una maquinaria puesta al servicio de la solidaridad, un apostolado real contra la pobreza extrema.

Dicen que cuando uno viaja a India su mundo y su concepto del mismo se transforman. No es una frase vacua, mas al contrario es lo que tu mente experimenta desde el momento en que pisas este paraíso de la desolación. Es inevitable que no te estremezcan las caras de los ancianos, la alegría de los niños, el ruido enloquecido de los claxon de coches a toda velocidad de un lado a otro de los carriles de larguísimas carreteras entre ovejas, perros, gallos, ratones y vacas sobre cuyos lomos descansan coquetas las palomas.

Todo es color en India, los saris de las mujeres, los ojos profundos de los hombres, el pelo de los bebés, los tuc-tuc, los bindis, los vasos de hojalata, los pueblos que se caen a pedazos, los majestuosos edificios que sirven de sede a los respetados periódicos, las garrafas, hasta el agua estancada, las duchas de mano que hay junto a las letrinas para enjuagarse el culo, las escuelas, los collares de flores, las pulseras, el picante inabarcable, el arroz, la miel, los templos a millones de dioses.

También hay color en Venkatagiripalyam, el pueblo donde el agua ha llegado y lo ha hecho gracias a un proyecto financiado por la Junta de Extremadura. Sabemos que venimos de un país, España, donde la corrupción ha desacreditado a nuestros dirigentes, por eso es esperanzador comprobar que desde el poder puede ejercerse con dignidad la cooperación. Dos familias trabajan en estas cuatro hectáreas en las que el Gobierno regional ha instalado una estación de bombeo. Cultivan cocos, guayabas, tomates y mágicas caléndulas que son como coronas en este reino al fin verde gracias a un año extrañamente lluvioso en este desierto ávido de sed.

Las familias trabajan y sus hijos pueden ir al colegio. Plantan y comercializan en el mercado. Con lo que ganan compraron dos vacas, venden la leche en la lechería y la que sobra la beben en casa. El proyecto les ha permitido contratar a 20 personas como jornaleros. Los beneficiarios tenían antes deudas, ahora no. Hace calor y nos regalan una botella de zumo de mango patentado por Coca Cola. «Sergio, Sergio, sal a bailar, que tú lo haces fenomenal, tu cuerpo se menea como una palmera, suave, suave, su, su, suave», cantan las gaditanas de la expedición mientras el malagueño hace reboleras con su lungi bajo la choza que nos cobija.

La fundación es, sin duda, imabatible al desaliento. Promueve la construcción de viviendas. Hoy acudimos a las que el Grupo Fissa, con sede en Cáceres, ha financiado en Chalakur, uno de los pueblos más pobres del planeta donde espeluznantes cuervos campan a sus anchas; hemos apadrinado a decenas de niños (imposible olvidar los ojos de Dinesh, de 7 años). Vicente Ferrer llega a todos: promueve pantanos, plantas de biogas, dispone de fábrica de compresas y es impactante escuchar cómo los maridos deben dar el consentimiento para que sus esposas las usen. La fundación cuida de las mujeres que tragan sulfato para suicidarse porque no pueden soportar el infierno al lado de sus impuestos maridos y evita que entierren vivos a los enfermos de sida.

De vuelta al campus un árbol de Navidad nos recibe mientras los niños protagonizan una obra de teatro en presencia de Anna Ferrer, con la que nos hacemos una foto de familia. De pronto suena el ‘Bulería’ de David Bisbal. Entonces bailamos, nos abrazamos sintiéndonos protagonistas del viaje más noble de nuestras vidas.

Rafa Carmona, responsable de la delegación de la fundación en Extremadura, Andalucía, Ceuta y Melilla nos ha cuidado, ayudado, ha soportado con paciencia nuestros caprichos de mimados occidentales y ha demostrado que en su corazón solo cabe la generosidad. Hay que tomar un vuelo a España y decir adiós a Anantapur. Sabed que aquí dejamos el alma después de haber sentido que el periodismo, al fin, vale para algo. Namasté.