Mientras la selección francesa disputaba su primer partido del Mundial, yo estaba dando un paseo por las proximidades de Notre-Dame en un intento de sacudirme el cansancio tras una noche en el insomne camastro del tren que me había llevado a París. Encontrar un lugar acogedor donde cenar no fue fácil: los aficionados franceses se habían adueñado de todos los restaurantes, donde veían --unos sentados a las mesas y otros apiñados a las puertas-- el debut de su selección. No vi diferencias entre los hinchas españoles y los franceses, más allá de que nosotros nos expresemos en la lengua de Cervantes y ellos lo hagan en la de Molière y de Carla Bruni . Viéndolos fogosamente reunidos en torno a la caja tonta, pensé durante aquella primera incursión en la ciudad que los franceses harían algo en Sudáfrica. Y no me equivoqué: algo han hecho: el ridículo.

Aunque el fútbol es mi deporte preferido, no soy partícipe de su euforia colectiva: me sobran su escenografía simiesca y su banda sonora compuesta a base de vuvuzelas. Pero si alguien se beneficia de esta pasión irracional son los jugadores de alto nivel, dioses millonarios gracias a la afición, algo que no han tenido en cuenta esos niños mimados de Francia que se han lanzado del barco hacia el abismo solo porque no les gustaba el capitán que estaba al mando. Escuché que Thierry se iba a reunir con Sarkozy para darle explicaciones. Me temo que él y sus compañeros se van a quedar sin el castigo que merecen: el destierro en la Isla de Santa Elena, adonde fue deportado Napoleón Bonaparte en una época en la que la Revolución Francesa no la hacían los futbolistas.