TVtiví frente al mar 20 años y me dijeron que lo echaría de menos. Pero no era cierto. Hay niños que aprendieron a jugar al fútbol en la playa de La Concha y les duele el estómago cuando les falta la brisa salobre, pero cuando hiciste el primer regate en El Rodeo, lo que te maltrata el alma es la ausencia de dehesa y lo intentas razonar: que si el mar te deprime con su grisura de otoño, que si te aburre por su uniformidad infinita... También te dices que la montaña te agobia porque te encierra y que la dehesa, sin embargo, es una síntesis de percepciones: tan variada como lo alpino, tan inmensa como la mar... En fin, razones forzadas que intentan explicar lo inefable, algo así como quien quiere poner en prosa el amor o la mística, sensaciones que se viven, pero no se entienden. En realidad, el mar, la dehesa o la montaña sólo se echan de menos si fueron el horizonte de tu asombro infantil.

Hay paisajes deseados y paisajes amados. Fijémonos en la decoración de los despachos. En las oficinas municipales de la costa gallega, administrativos y aparejadores animan las paredes con carteles de los Alpes y cuadros impresionistas de llanuras holandesas. En Cáceres, Mérida o Badajoz, es muy corriente encontrarse con imágenes de acantilados cantábricos y gargantas de la Vera. Deseamos los paisajes que en la infancia no tuvimos, pero amamos las dehesas y los llanos que nos marcaron de niños. Para saciar el deseo, compramos apartamentos en Matalascañas y refugios en Gata, pero a cada poco regresamos a los orígenes: nos puede la horizontalidad del llano, la necesidad de la dehesa.