THtace años que siento simpatía por Maribel Verdú sin saber por qué. Hasta que le escuché que a sus treinta y ocho años está contentísima de no haber sido madre, y entonces ya lo tuve claro. Bueno, por eso y porque está estupenda. Pero ajustémonos a los hechos. Simpatizo con la gente que admite que eso de la paternidad es, junto con el euro, el mayor camelo colectivo de la historia. Ser padre es como lo que uno siente ante un wolsvagen escarabajo: muy chulo cuando es de otro pero, si eres tú quien te lo compras, sólo descubrirás incomodidades. Admito que cuando un niño te dice por primera vez "papá" se te cae la baba; pero es que seguidamente aprende a decir "dame" y entonces lo que se te caen son los palos del sombrajo. Y lo peor no es lo que dice; lo peor llega cuando ya no dice nada, cuando entra en la adolescencia y el niño se te pone más irreconocible que el Karadzic, enganchado todo el santo día al ordenador, que yo no sé de dónde le viene a Ibarra ese temor a quedarse en lo analógico. Mis hijos, cuando menos, son tan digitales que en vez de sopa de letras comen sopa de megabites, y eso que yo no les he puesto jamás un dígito encima. Amigos tengo con más experiencia que me dicen que no desespere, que la compensación viene con los años, cuando se hacen mayores. Y supongo que sí, que para entonces les habrá vuelto el habla y nos sentaremos tan ricamente a negociar a qué asilo me llevan. Pero es que yo no quiero resignarme a eso. Yo lo que quisiera es que un catalán me apadrine a mis nens a mil euros la pieza. Maldita sea, por qué no habré sido yo tan listo como el Adalid, y me metí a cura. Sólo así compensa que te llamen padre. Todos hijos de Dios, sí, pero a la hora de la siesta cada uno a su casa y Dios en la de todos. Así da gusto.