El lunes pasado intenté explicar que un católico puede vivir su religiosidad en España sin ningún impedimento. Practicar una religión minoritaria o atreverse a no tener ninguna ya es un poquito más complicado. Todo comienza el día que tienes que matricular a los niños en el colegio. Si eliges uno de titularidad pública, no te librarás de ser preguntado sobre tus creencias. De nada te valdrá que el artículo 16.2 de la Constitución exprese textualmente que nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología o religión. La cuestión es que, sin decir ni pío, puedes ver que niños con apenas tres años son sacados del aula habitual y apartados de sus compañeros porque la pizarra y el estrado lo ocupa otro profesor elegido por el episcopado. Puede ocurrir que durante esa hora los niños sean llevados a una sala de informática o a cualquier otro espacio del colegio, pero también se dan casos en los que te advierten de que la criatura se tendrá que quedar calladita al final de la clase, ante lo que muchos padres prefieren que sus hijos vayan a la clase de religión. Las esperanzas de que en esta legislatura se aprobara una ley de libertad religiosa han desaparecido. Creo que todo sería más fácil si entendiéramos que cada uno puede hacer lo que quiera, que se deben respetar las libertades individuales para llevar una kippa o para santiguarse, pero que los espacios de titularidad pública tienen que mostrar una estricta neutralidad. Y eso afecta a la decoración de las aulas y a las ceremonias de juramento de los ministros. Ya ven que no ser católico implica comulgar muchas veces. Y con ruedas de molino.