TMti vida era entonces como ripios de un mal poeta. Tenía 24 años y vivía en Moratalaz, en el noveno piso de un viejo inmueble situado al final de un callejón sin salida. Era lo más barato que había encontrado y no estaba lejos del pub donde trabajaba. Compartía alojamiento con tres tipos: un joven aspirante a actor, un andaluz que como yo se ganaba el jornal sirviendo copas, y un sesentón gris y desaseado con el que --sé que parece cosa de Gila-- coincidía en los pasillos o en la cocina sin intercambiar más palabras que hola y adiós. Algunos días mi novia dormía conmigo, en una cama frágil y desfondada, adjetivos que podrían definir nuestra relación. Excepto cierta tendencia al fracaso no teníamos nada en común; pero allí estábamos, sabaneando nuestras diferencias. De madrugada, al salir del trabajo, me echaba a recorrer las calles de aquel Madrid inhóspito en mi destartalado Renault 5 mientras escuchaba música en la radio. Una vez fui al pub del andaluz a tomar algo. Volvimos a casa juntos. Era una noche triste y oscura, como todas las noches. Me confesó que estaba preocupado porque ese mismo día había desvirgado a una jovencita y ahora que su novia estaba a punto de llegar desde Sevilla no lograba eliminar las manchas de sangre de las sábanas. Lo mío era más grave: no encontraba sentido a la vida. Deja de filosofar tanto, cacereño, y sonríe: es Navidad, me aconsejó. No pude. Incapaz de conciliar el sueño, pasé horas y horas mirando la bombilla desnuda del techo. Así eran mis noches en diciembre del 91, cuando yo aún no ventilaba las cenizas de mi biografía en la contraportada de un periódico.