TUtno de los estigmas de mi generación es el de los nombres compuestos. Supongo que aquella oleada de nominaciones dobles se debía a un obligado homenaje de nuestros padres a los suyos. Yo, por ejemplo, me llamo Diego Ricardo , en ese orden, aunque en ocasiones y en algunos lugares me han cambiado los nombres de lugar, haciendo que al escuchar su pronunciación me sintiera otra persona. Nada más falso. Cuando era pequeño solía preguntarme si mi vida hubiera sido igual si el orden de mis nombres hubiera sido distinto. ¿Cabe la posibilidad de que el nombre que nos otorgan al nacer marque una gran parte del resto de nuestras vidas? Hace poco leí algo que contestó a mis inquietudes infantiles. En el antiguo Egipto los partos tenían lugar en cabañas ubicadas en el jardín o en los tejados de las casas. Las mujeres se situaban de cuclillas sobre unos ladrillos mientras las comadronas las ayudaban a dar a luz al mismo tiempo que recitaban diversos conjuros mágicos. El fin de aquella práctica era la protección de la madre y el bebé. Nada más nacer, la madre ponía un nombre a su hijo que, según la tradición, debía estar relacionado con la personalidad que ya demostraba el pequeño. Aquello se conocía como Nombre de la Madre. Pero todo era provisional. Un tiempo después, el niño era inscrito en la Casa de la Vida con un segundo nombre por el que sería llamado el resto de su vida. Supongo que aquel ritual te daba la oportunidad de cambiar tu historia en la medida en la que había funcionado tu primer nombre. Esto me hace pensar que mi generación está marcada por partida doble, que no tenemos escapatoria. En nuestro caso, aunque cambiemos el orden de nuestros nombres compuestos, como dice Josep Lluis , en el fondo nos seguiremos (nos seguirán) llamando igual, aquí y en la China.