TSterá que es cierto que la televisión nos sirve de anestesia, y que pasamos de la liga a la última catástrofe en un parpadeo, en el instante exacto de un cambio de canal. Que los muertos de Africa, por ejemplo, se codean con los programas del corazón, y los atentados con los anuncios. Será, no lo discuto. A lo mejor los telediarios nos van inoculando poco a poco el virus de la normalidad para que nos vayamos acostumbrando, o será esa increíble capacidad de supervivencia del ser humano la que hace que sigamos adelante sin contar las bajas. Que suspiremos un poco, sobre todo si las víctimas son niños, que digamos que se nos quita el hambre, si las imágenes son muy claras. Y a vivir. Tendrá que ser así. Imagino. Crearse una coraza, una apariencia de normalidad, un aquí no pasa nada, que nos haga ser felices en mitad de la barbarie. Un escudo que proteja nuestro salón del mundo exterior, nuestras cuatro paredes del horror que siempre vive fuera. Porque dentro todo es normal.

Si no me creen, pregunten en el País Vasco. Cae un poco lejos, pero merece la pena. Hay un clima suave y dicen que ya no llueve tanto. Se come más allá de los tópicos, el paisaje supera los marcos incomparables y la gente es tan amable que te hace sentir zafio. Todo es normal. Hay alguna pintada, alguna pancarta, pero nada importante. Sus calles están hechas para pasear. En la más absoluta normalidad. Insisten. Como pasea ese exconcejal y las dos sombras que le escoltan hace unos días. Tan cotidiano. Hasta que un día la normalidad nos estalle en la cara, fuera de la pantalla del televisor, sin anestesia posible y sin consuelo.