TEtntre los muchos cambios que debe hacerse en la enseñanza, el más urgente es el de la fecha de entrega de las calificaciones. Es un horrible acto de crueldad que entreguen las notas justo antes de Navidad, puesto que solo sirven para amargarles la fecha a los padres y poner a los hijos en un aprieto. Qué trabajo les costaría dejarlo para después de Reyes y posponer el mal trago. Tal y como se hace ahora, hay que fingir ante los hijos que la cosa no es para tanto o fingir un enfado que cuesta mantener durante unas fiestas tan largas y en las que se bebe con tanta alegría. Porque el puñetero niño, que ha sido incapaz de leer un libro en dos trimestres, es, sin embargo, un lince para leerte en el rostro el preciso instante en que el vino espumoso te ha abierto las compuertas de la euforia, y el muy cabroncillo va y te saca el juego de la videoconsola. Cuando quieres reaccionar ya es tarde. Tienes que volver a fingir, ganar terreno a toda costa, convencerle de que no ha sido un acto de debilidad, y para eso ya sólo te queda el recurso de la encerrona, es decir, plantarte en jarras y soltarle al crío un sermón sobre lo que va de ayer a hoy, como si le estuvieras leyendo la columna de un escritor aficionado, aunque creo que eso está penado por la Constitución como delito contra la infancia. Lo ideal para el buen gobierno de la familia y sobrellevar la tradición con dignidad es fingir que uno no ha visto las dichosas notas. La Navidad, después de todo, es una fecha estupenda para fingir. Fingir que crees en los Reyes Magos, en las cenas de familia, en las comidas de empresa, en las cestas de Navidad y en que te alegras cuando les toca el gordo a otros que nunca eres tú.