TSteamos o no creyentes, vayamos a misa a diario o solo en bodas y entierros, nos declaremos ateos o nos encerremos a meditar con los cartujos, el caso es no podemos evitar haber nacido en Occidente. No nos criamos en Ulan Bator o Islamabad, y, nos guste o no, nuestra infancia se formó de comuniones, misa de doce y Semana Santa. Vivimos en un país que tiene una historia anterior, y pertenecemos a una tradición que comenzó en Roma y aún no ha acabado, hecha de creencias y ceremonias que tienen el peso de los siglos. Es cierto que antes uno no podía decidir y tenía que abrazar la fe oficial, bajo peligro de abrasarse en una hoguera (ahí están Servet y otros, que marcan a fuego la historia de la barbarie). También es cierto que hace poco, ser tolerante era un eufemismo y que fuimos pioneros en limpiezas religiosas y en arrasar otras culturas para imponer la nuestra. Sí, todo eso pertenece a nuestra historia, constituye nuestro pasado, como las catedrales, el camino de Santiago, las denuncias de fray Bartolomé de las Casas , la salvación de los manuscritos en los monasterios, la aceptable convivencia entre religiones que hubo en otro tiempo o la celebración de la Navidad. Se debe ser respetuoso con quien no cree, y con quien elige abrazar cualquier religión posible, incluida también la que profesa aún mucha gente de nuestro país. No nos podemos llamar demócratas solo por convivir con lo que viene de fuera, sin aprender antes a no mirar con suficiencia lo que tenemos al lado. Vivimos en un país no confesional, sí, pero nuestra tradición pertenece a Occidente. Y no podemos evitarlo. Así de simple, así de complicado.