El título original de la obra de teatro estrenada este verano en Londres, Harry Potter and the cursed child, contiene una dosis de ambigüedad que en la traducción al castellano se ha optado por aumentar para dejar aún menos pistas sobre un contenido cargado de giros y sorpresas. Rowling pidió a los fans que asistieron a los pases previos que mantuvieran el secreto, y cumplieron. Y sí, era necesaria tal contención. Así que mantengamos el contenido virgen: dejémoslo en que el peso dramático recae en los cambios que la madurez, y sobre todo la condición de padres, ha imprimido en los personajes, en los conflictos entre las dos generaciones y en las idas y venidas del pasado al presente llenas de guiños y alternativas sobre lo ya sabido que harán suspirar más de una y dos veces a los seguidores de la saga.

Sin romper la discreción que merecen quienes abran las páginas del libro, podemos decir que han pasado 19 años, y el epílogo de Harry Potter y las reliquias de la muerte, con la siguiente generación de los Potter, Weasley y Malfoy preparada para partir hacia Hogwarts, se ha convertido en la primera escena del texto promocionado como «la octava historia» de Harry Potter.

Hay además quien se ha aproximado al personaje desde los libros, y después ha encontrado una ilustración brillante de esas historias en el cine. Hay quien se ha acercado al universo Potter desde las películas (una por cada libro), para descubrir al pasar a la letra impresa que se las había visto con el esqueleto argumental de un texto que ofrecía algo más. Esa sensación, la de encontrarse con la trama desnuda, sin la presencia de la narradora Rowling, es la que deja Harry Potter y el legado maldito. Una experiencia tan satisfactoria como incompleta, una sensación más similar a la de verse con la novena película que con la octava novela. Aunque ese algo más que aquí falta es el brillante montaje escénico que se intuye a cada golpe de efecto. Una apuesta: los lectores acabarán deseando comprar un billete para plantarse en el West End. E. A.