Antes todos estudiábamos latín, al menos un año, y nos quedábamos tan campantes. Algunos de nosotros hasta lo convertimos en nuestra profesión, que ya es de nota, pero raros hay y ha habido siempre. Años más tarde las mentes lúcidas que inventaron la primera reforma educativa, eliminaron el latín, más que nada, por antiguo. Una lengua muerta solo podía ser algo retrógrado, de curas y gente así, nada acorde con la modernidad que nos vendían entonces. Las legiones eran cosa un poco de derechas, y la mitología podía verse en el museo del Prado. Encima los romanos no eran políticamente correctos, tenían esclavos, invadían países y hablaban una lengua endiablada llena de emes en la que también se expresaba el Vaticano. Qué más daba que los romanos hubieran escrito gran parte de la historia literaria occidental, que nos hubieran dado el idioma, las costumbres y el arte, pilares que nos acercaban a Europa como parte de una tradición de siglos. Y no solo era cuestión del castellano. También el catalán y el gallego le debían casi todo. Pero a las mentes lúcidas les sonaba carca y las palabras latinas significaban demasiado contra la jerga del aprendizaje significativo, los segmentos de ocio y la transversalidad. Ahora, de entre las ruinas, van surgiendo algunas esperanzas, pero nuestros estudiantes de filología, los que enseñarán español y otros idiomas, llegan a las facultades sin saber ni la primera declinación, y sin saber sobre todo de dónde viene y adónde va su idioma, esa maravilla, la sutil combinación de vocablos que destrozan cada día los que pretenden hacer de la educación una ciencia abstracta y no un camino.