El ganadero de reses bravas Victorino Martín Andrés falleció ayer a los 88 años tras no superar un accidente cerebrovascular que sufrió el pasado domingo en su finca Monteviejo, en Moraleja (Cáceres), según informó la familia del ganadero de Galapagar (Madrid).

Las últimas horas del Victorino Martín transcurrieron en su finca, donde ha estado acompañado desde que sufrió el derrame por su familia y allegados, que descartaron la idea de hospitalizarlo ante la irreversibilidad del accidente cerebrovascular sufrido. «Le dio un ictus que fue prácticamente letal. Estaba ya muy mayor y era ley de vida que tarde o temprano llegara su hora. Es una pérdida irreparable para todos y estamos todos muy apenados», indicó la responsable de comunicación de la ganadería, Ana Romero. Su entierro tendrá lugar hoy, tras una misa funeral convocada para las 17:00 horas en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Galapagar, en el cementerio viejo de la localidad madrileña.

Nacido en Galapagar el 6 de marzo de 1929, Victorino Martín Andrés dejó la carnicería familiar en la que trabajaba de adolescente para cambiar las vacas moruchas por un lote de albaserradas de Escudero Calvo, que dieron lugar finalmente al afamado hierro de la «A» coronada, con más de medio siglo de actividad. Martín fue siempre un idealista, «un hombre de campo, humilde y honesto», que dedicó su vida a un sueño: un prototipo de toro único que aunara toda la esencia de la bravura, la emoción y el espectáculo.

El mito de los victorinos

Mito, leyenda e icono del imaginario español. En todo eso se convirtieron con el paso de los años los toros de Victorino Martín Andrés, ese paleto que hace más de medio siglo comenzó, casi de la nada, a dar forma a la que es una de las más famosas ganaderías de bravo de la historia: los victorinos. Desde su natal Galapagar, a la sombra berroqueña del Guadarrama, este astuto carnicero y hombre de campo, superviviente y huérfano de los años duros de la posguerra, llegó a obsesionarse por satisfacer, con tantos sacrificios como osadía, la gran pasión de su vida: la crianza de toros de casta.

Con paciencia de tratante fue como, a principios de los sesenta, encontró por fin su gran oportunidad al adquirir, en sucesivas compras, la vacada que los varios herederos de Juliana Escudero estaban dejando caer en el abandono, pese a su excelente pedigrí.

Así que, buscando el dinero debajo de las piedras e implicando a toda su familia, Martín comenzó a cumplir un sueño que le iba a llevar hasta lo más alto de la crianza del bravo, no sin aplicar una hábil estrategia de lo que ahora se llama márketing y que antes solo se conocía como sabiduría popular. Claro que para lograrlo contó el nuevo ganadero con la inmejorable base genética de una ganadería entroncada en la más pura línea de la refinada sangre albaserrada, a la que sólo faltaba volver a poner en orden y cuidado, como él se ocupó de hacer.

Usando la plaza de Las Ventas como base de lanzamiento, y como idóneos publicistas y aliados a los críticos regeneracionistas que denunciaban los abusos taurinos de la década de los sesenta, el inteligente paleto fue obteniendo los sucesivos éxitos que avalaban sus revuelos mediáticos y, en consecuencia, su paulatina entronización como ganadero singular. Sin pelos en la lengua, con la ruda pero contundente sinceridad que le proporcionaba la confianza total en el juego de sus toros, Martín acabó definiéndose como un personaje de gran popularidad en los años de la transición política, y no sólo entre los aficionados a la tauromaquia.

Tanto es así que su fama y la de sus toros ha llegado a trascender hasta el habla popular de los españoles, pues las expresiones y comparaciones con referencia a victorinos son ya tantas o más que las referentes a los miuras, la otra gran y antigua leyenda, aunque de sino más trágico, de la ganadería de lidia.

El diente de oro de Victorino Martín Andrés, que, como el de Pedro Navaja, brillaba al extender su socarrona sonrisa, y ese aparatoso sello con los colores de su divisa que mostraba al sujetar entre los dedos sus perennes habanos fueron las inequívocas señas de identidad de un hombre que el pueblo llano identificó enseguida como uno de los suyos.

Y, alejado radicalmente del concepto típico del ganadero, visto casi como un señor feudal, el sabio de Galapagar conjugó perfectamente esa actitud populista con los cada vez más espectaculares resultados de unos toros que, cumpliendo el tópico taurino, se parecían a quien los criaba: bravos y encastados, para bien o para mal.

De todo había, y sigue habiendo, entre los cárdenos cuatreños y cinqueños marcados con la «A» coronada del viejo hierro del marqués de Albaserrada, desde los astados de entregadas, templadas e intensas embestidas hasta los de avieso comportamiento, esos que Ruiz Miguel, uno de los aguerridos matadores que se especializó en lidiar victorinos, llegó a calificar ya para siempre como «alimañas». Sobre esa ambivalencia, el gran juego de unos y el peligro evidente de los otros, su propietario consolidó el mito de una ganadería de tan acusada personalidad que ha servido lo mismo para consagrar como para defenestrar a toreros de varias generaciones. Le deben mucho Andrés Vázquez, Ruiz Miguel, Esplá o Domínguez.

El 18 de agosto de 1968 tuvo lugar la primera corrida en la que se lidiaron sus reses, y un mes después presentó tres corridas en Madrid, una de ellas regalada a Palomo Linares y El Cordobés, que no aceptaron. La torearon Juan Antonio Romero, Flores Vázquez y José Luis Borrero.

El sólido legado del paleto, su herencia incalculable de prestigio y bravura, está ahora en las manos de su hijo, del mismo nombre, que ha mejorado la imagen de marca, y también ahora las de su nieta Pilar, tercera ganadera de la familia que garantiza la continuidad de este icono español.