Hace poco encontré en un armario mis viejos pañuelos palestinos, aquellos que llevé a modo de bufanda durante los años 80 y 90. Entonces eran un símbolo de solidaridad con un pueblo y una seña de identidad del activismo de izquierda. Llevar el pañuelo te podía costar no entrar en una discoteca o peticiones de identificación por parte de las fuerzas de seguridad. Dejé de usarlos hace un par de años, cuando vi que empezaban a ponerse de moda, que se llevaban de todos los colores y en combinación con ropas de marca. Pensaba sobre este cambio semántico de la prenda cuando, por asociación de ideas, me vino a la memoria aquella tarde del 12 de marzo de 2004, frente a la Delegación de Gobierno en Extremadura, con mi hija de 15 meses en una mochila a mis espaldas y soportando una lluvia incesante junto a miles de personas. Teníamos la obligación moral de estar en la calle tras la muerte de 200 personas en aquellos crueles ataques a la población civil de Madrid. El lunes pasado volví al mismo lugar, de la mano de mi hija de seis años. El motivo era el mismo pero sólo estábamos un centenar de personas. Mientras escuchábamos las palabras de los convocantes pasaban con sus bolsas de regalos muchas personas ataviadas con su kefia de última moda, quizá ignorantes del significado primigenio de lo que llevaban al cuello, asombradas por ver allí a un grupo de manifestantes y, probablemente, sin saber que en Gaza mueren personas tan inocentes como las de aquellos trenes de cercanías. Uno se contentaría con que en este año que empieza consiguiéramos que hechos similares nos produjeran igual repugnancia. Quizá sea mucho pedir.