Benedicto XVI llegó ayer a Sao Paulo, bañada por la lluvia, como el adusto mensajero de la máxima dureza doctrinaria y para frenar la fuga silenciosa de creyentes que aqueja a Brasil. Al momento de su llegada, el 51% de la población ignora su nombre, según el Instituto Datafolha. Lo recibieron los ecos indisimulables de una sonora polémica entre el Gobierno y la Iglesia católica de Brasil sobre el aborto, una cuestión que para el Vaticano tiene carácter de cruzada.

El Pontífice aterrizó en Garulhos y no pasó por alto la controversia. Frente al presidente Luiz Inacio Lula da Silva, que al recibirlo ponderó su "liderazgo moral" y le auguró un "fecundo pontificado", Raztinger dijo que insistirá "en el respeto de la vida desde su concepción".

Todo muy cordial. Pero horas antes de la llegada, los ministros de Salud, José Gomes Temporao, y de la Mujer, Nilcéia Freire, criticaron a las autoridades eclesiásticas por "censurar" la discusión sobre asuntos candentes como el aborto y la educación sexual. El presidente de la Conferencia Nacional de Obispos, Geraldo Majella, criticó por su parte la política del Gobierno a favor del uso del condón. "¿Eso es educativo? Eso es inducir a todos a la promiscuidad", se quejó.

EL PRESERVATIVO Según una encuesta de la firma Vox Populi, el 86% de los brasileños aprueban el uso del preservativo. Y otra encuesta, hecha por Ibope a petición de la oenegé católica Derecho a decidir, es mucho más contundente. El 88% de los entrevistados creen que utilizar anticonceptivos no los convierte en malos cristianos. El 62% opinan que la Iglesia está "atrasada" porque condena el condón. El 79% se niegan a tener sexo solo después de casados y el 62% se oponen a que la mujer que realiza un aborto clandestino deba ir a la cárcel. "Ser católica no significa pensar como el Papa o su jerarquía", asegura Dulcelina Xavier, integrante de la oenegé. La Iglesia tiene igual otras prioridades. "La mejor forma de prevenir el sida es la fidelidad de la pareja", insistió el arzobispo paulista Odilo Scherer.

Juan Pablo II estuvo tres veces en Brasil. En su primera gira, en 1980, visitó 12 estados de este país de dimensiones continentales. Corrían años difíciles. La dictadura militar aún no pensaba en irse y el Papa polaco reivindicó frente a los uniformados la defensa de los derechos humanos. Entonces, el 89% de los brasileños se declaraban católicos apostólicos romanos. Hoy, lo son el 64%. Los demás emigraron hacia las iglesias tele-evangelistas.

La encuesta de Vox Populi da cuenta de que solo el 29% de los habitantes van a misa semanalmente, pero el 69% rezan todos los días. La religiosidad del brasileño se puede mezclar con ritos africanos (como el Candomble bahiano o la Umbanda) o deidades indígenas. Los brasileños pueden ser pentecostales y creer en el demonio. Pueden ir a la show misa y oír al padre Marcelo Rossi, que iba a cantar para el Papa y lo terminaron bajando del escenario porque a Ratzinger no le gusta el rock.

Esta religiosidad festiva, llena de ademanes teatrales, también se cuela en el carnaval, un cruce entre el paganismo y el panteón cristiano, donde miles de danzantes y mujeres semidesnudas se contonean al ritmo de tambores, agradeciéndole al cielo la posibilidad del goce corporal.

La reina del Carnaval paulista, Nani Moreira, atribuyó a un "milagro" su consagración, después de haber sufrido un serio percance. Ella fue el emblema de Mocidade Alegre, la escola triunfadora en el reciente verano. Cada año, las compañías muestran una samba enredo, una suerte de historia cinética en la calle.