Antes iba al cine de dibujos animados por acompañar a mis hijos. Ahora, que se hicieron mayores, voy al cine de dibujos animados solo porque me gusta. No es frecuente ver a dos adultos sin niños en una sesión infantil, pero a mi mujer y a mí nos encanta. Up, Bichos, Wall-E, Los Increíbles. Guiones brillantes, lúcidos, con una punta de sarcasmo que alcanzó su cota máxima en la primera entrega del ogro Shrek. Pero, sin duda, entre las preferidas mías, tiene Toy Story un altar. Ternura, humor, inteligencia, emoción como solo se encuentra en las obras maestras. Ayer vimos la tercera parte. A mi juicio, la mejor película de animación de este año. Fresca, aguda, ingeniosa, con apuntes sobre el corazón humano que por fuerza se escaparán a la comprensión de un niño. Por eso me sorprendió que a la salida del cine los adultos hablaran de ella como de un cuento sobre la pérdida de la inocencia, sobre el fin de la niñez. A mí me pareció otra cosa. Me pareció una finísima fábula sobre el papel de los padres en el mundo moderno. Woody y Buzz no son dos muñecos, son metáfora viva de los padres, de mí mismo. Los padres son esos muñecos de carne que se tatúan a fuego el nombre de sus hijos en las suelas del alma. Y ahí permanecerá, imborrable, inmune a desprecios y agravios, por siempre. Como Woody, como Buzz, serán héroes, compañeros infatigables de juegos, cabalgaduras que pacen caricias, protectores de sueños interestelares. Esclavos deseosos y deseantes. Hasta que un día, sin remedio, tu hijo se hace adolescente y acaba el juego. Como Woody, como Buzz, entras en otra etapa. De héroe interestelar a hombre invisible. Y un día te descubres yendo solo al cine de dibujos animados, junto a unas sillas vacías, mirándote con melancolía las suelas de los zapatos.