TAt las siete de la mañana me levantaba furtivamente (no quería despertar a mi compañero de habitación), me acicalaba en el baño sin mirarme en el espejo y salía al pasillo para estirar las piernas. Pasear y escuchar la radio eran entonces mis pasatiempos preferidos. Poco a poco, las enfermeras y los doctores, solícitos a la llamada del alba, empezaban a incorporarse a sus puestos de trabajo. Yo les saludaba con un movimiento de cabeza, absorto en los discursos de los periodistas que, con notable energía, bramaban en las ondas radiofónicas a favor o en contra del Gobierno. Llevaba así dos semanas, roto por dentro aunque fresco de cara al exterior. Aún albergaba la esperanza de que aquella tumoración cervical se esfumara, que todo quedara en un mal susto que compartir con mis amigos frente a una solidaria taza de café. Pero estaba convencido de que era algo más, lo veía en los rostros de los doctores, amables pero poco comunicativos, que hablaban en susurros mientras me palpaban aquel bulto en el cuello.

Luego vendría el desayuno, la familia, las llamadas telefónicas, la medicación, las dudas. Mientras observaba las cigüeñas al otro lado de la ventana, me preguntaba una y otra vez por qué estaba yo allí, confinado al miedo mientras, afuera, el mundo seguía su curso. A última hora de la tarde, sonó el teléfono móvil. Era ella otra vez. "Olvidé que hoy es tu cumpleaños. ¡Felicidades!", dijo entre risas. Le di las gracias mientras me miraba los dedos de los pies que asomaban bajo las chanclas. Y tras la consabida despedida amorosa, encendí la radio y me eché nuevamente a recorrer el pasillo.