THtoy es un día extraño. Las plegarias se mezclan con el humo de los sacrificios, y ascienden al cielo entre olor a incienso y fritanga de chiringuito. Las calles se llenan de una multitud expectante que ha pasado un año esperando para celebrar estos días, sea de una forma u otra. Todos confluyen de pronto en una plaza cualquiera, da igual la hora. Huele a flores y a cirio, los niños protestan, los mayores recuerdan otros tiempos en que era obligatorio vivir estos días. El rumor de los abanicos se mezcla con el de las cañas y las planchas de los bares. Las ciudades, que parecen tomadas por personas de fuera, se muestran distintas a sus habitantes. El vecino del quinto suda antes de empezar con los primeros acordes de la marcha procesional, y el director del banco tiembla debajo del paso, de incógnito entre filas enteras de promesas. Hay quien recorre media España con el coche cargado para no perderse estos días y quien no cruzaría la calle del lugar donde vive para contemplar cómo una virgen cubierta de flores intenta desafiar la gravedad de su peso. Guapa, gritan algunos, mientras la primavera deposita su luz en los ojos de todos, que pasearán desafíos esta semana que para muchos tiene poco de santa. Un Cristo cubierto de heridas se cruza con familias que vuelven de la playa y mujeres con mantilla lucen cintura y ojos negros ante extranjeras rubísimas. Es difícil escapar al hechizo de estos días. Por muy lejos que huyas o por muy dentro que te escondas, te persigue el rumor de los tambores, que no solo hablan de muerte y resurrección, sino de primavera y vida. Nadie escapa indemne al influjo de la luna llena.