He leído todo lo que he podido acerca de la polémica del velo en las aulas. He conocido la opinión de columnistas, sociólogos, pedagogos y profesores de otros países. Y he visto cómo las autoridades vuelven a escurrir el bulto y a dejar que cada instituto decida por su cuenta. Estoy de acuerdo con los que se ponen de parte de la niña (siempre hay que ponerse de parte de los niños) y arguyen su sufrimiento y su calvario. Imagino que nadie quiere convertirse en símbolo y mucho menos a esa edad tan difícil. También coincido con los que opinan que el derecho a la educación está por encima de todo. Y que cambiar a un alumno de centro a final de curso no es muy pedagógico que digamos. Creo que tienen razón quienes aducen que hasta hace nada en España pasaba más o menos lo mismo, y que aún hoy, la Iglesia es una institución cerrada a las mujeres. Hasta ahí mis coincidencias, porque cuando estoy a punto de pensar que montar una polémica por un velo es una tontería, recuerdo cuánto ha costado lo que tenemos. No es lo mismo llevar una gorra o un pañuelo a la moda que un símbolo religioso. Meterlo todo en el mismo saco no ayuda a discernir con claridad. Es verdad que hace unos años las mujeres no votaban, no podían trabajar ni abrir una cuenta sin permiso del marido, y ni siquiera existía la posibilidad del divorcio. Es verdad, sí, igual que la Iglesia sigue cerrada a las mujeres. Pero es que no estamos hablando de religión, sino de nuestra sociedad civil, laica desde la Constitución. Y aquí mujeres y hombres son iguales, hace poco, pero iguales. Entonces lo veo claro. Un paso atrás nunca. Ni para coger impulso.