TAtyer hizo bueno pero para hoy ya daba aguas. Frase casi de disculpa con la que suelen recibirme en Castro Urdiales cuando llego en medio de un torrente de lluvia. Esta vez no se cumplió el mal fario. Brillaba el sol y la suave temperatura invitaba a pasear junto al Cantábrico, como si me hubiera adelantado un día al inevitable cambio del tiempo. No hubo frase de disculpa sino sonrisa de satisfacción en la bienvenida. Luego sí, tras un día de Navidad en el que las nubes fueron cubriendo el cielo, llegaron las inevitables aguas. Pero me adelanto. Quería yo referirme al viaje hasta el mar atravesando la meseta castellana.

Mucho ha cambiado el trayecto desde que comencé a recorrer las carreteras hacia el norte. Un viaje en el que hace dieciocho años invertías diez horas, se ha visto reducido a algo más de seis, y más que se reducirá cuando se haga la autovía Badajoz-Cáceres y cuando por Salamanca se terminen las obras de la Vía de la Plata. Pero en aquella época se metía con frecuencia la tercera, o la segunda si encontrabas una caravana de cosechadoras.

La primera dificultad llegaba al atravesar el pantano de Alcántara. Camionada segura que ya casi te acompañaba hasta Plasencia que aparecía plagada de semáforos haciendo insufrible su travesía. Con la carretera ya expedita metías la cuarta --es lo que había-- y el coche cogía una marcha alegre hasta Baños de Montemayor dispuesto a tomar la cerrada curva y enfilar hacia Béjar. Pero todo el que por allí haya ido sabrá, que salidos de no se sabía de dónde, aparecían de nuevo los camiones. Para qué contar el paso de Salamanca, Valladolid o el último tramo desde Bilbao, a unos cuarenta kilómetros de Castro. No había aún autovía y, en más de una ocasión, tardé mis buenas dos horas.

Todo eso se acabó. Ahora es tan rápido que te adelantas en el tiempo y llegas incluso antes que las aguas.