TMtis compañeras de trabajo tienen Thermomix, mis cuñadas tienen Thermomix, mi madre, mis hermanas, mis tías... Todo el mundo tiene Thermomix menos yo, que no tengo ni Thermomix, ni plancha Princess, ni esa olla-horno que regalan en las cajas de ahorro si domicilias tu nómina. En resumen, soy un desheredado, un paria de la cocina, una piltrafilla doméstica que ha de disimular cuando las señoras empiezan a presumir de sus últimas hazañas electrorrobóticas. Que conste que prefiero mil veces la narración de la última aventura electrodoméstica del gineceo a la discusión aburrida y repetitiva sobre no sé qué jugada de no sé qué Ronaldo. Al fin y al cabo, ese pollo que ellas preparan en sus ollas-horno acabará en mi estómago mientras que los tales Ronaldo y Ronaldinho son entelequias televisivas que dudo mucho que existan.

Mis amigas comprenden que no tenga la plancha y me perdonan que no maneje la olla-horno de la Caja. Lo que escandaliza a cuñadas, hermanas, compañeras y madre es que no use la Thermomix. Pero es que le tengo manía. Supongo que será muy eficaz y cómoda, pero estoy harto de que en todas las meriendas colectivas aparezcan ellas con sus patés, todos iguales, y sus cremas, todas repetidas. La Thermomix, que debe de ser un aparato muy útil, me parece la negación del primor, el final de la cocina mimosa, la muerte de los fogones y la uniformidad de los sabores. Algo así como la cocina de los soviets, donde en todas las casas se comía igual sin dejar un resquicio a la sorpresa.