TMti hijo y, por lo que me cuentan las madres, casi todos los hijos, sólo come plátanos de postre. Esta adicción bananera no se debe al gusto, sino a la comodidad. El plátano es la fruta que mejor se pela y la más fácil de comer. La naranja hay que mondarla; la manzana es de lenta masticación; ¿la uva?, ¡quiá, tiene pepitas!; ¿la fresa?, ¡ni hablar, hay que quitarle el pedúnculo!; ¿la cereza?, ¡bueno, hombre, hay que lavarla! ¡El plátano, el plátano!, que en un segundo pierde su piel, en dos bocados se devora y al instante, fuera de la mesa y directos al chat, a la tele, a la piltra, a la calle.

Las tendencias gastronómicas se orientan hacia la facilidad absoluta, es decir, a presentarle al cliente los productos casi masticados: la merluza, sin espinas ni molestas pieles: los bogavantes, sin caparazones; las carnes, finamente troceadas; las naranjas, sin piel ni pipos... Y lo comprendo porque mis compañeras se lamentan de que sus hijos no quieren bistés porque hay que cortar, ni lenguados porque hay que desespinar, ni arroces porque hay que expurgar... Vivimos tiempos de purés (¡viva la Thermomix!), de pastas, de kits gastronómicos diez en uno: pizzas con todo, hamburguesas en mazacote completo y lo último, tortitas de trigo Bimbo y panes de pita Jaffy´s que hacen furor en el Carrefour y permiten meter cualquier cosa, envolver y adentro. Lo que no acabo de entender es por qué nuestros hijos se visten trabajosamente como cebollas con tres camisetas, dos sudaderas, una cazadora y un chambergo y comen con el mínimo esfuerzo. Son geishas para vestir e inválidos para comer.