TMte acuerdo de la Plaza de Italia, y de mi abuela, que vivía muy cerca. Mi abuela era una mujer con fama de santa que sufría de artrosis, o de reúma, ahora no sabría decir. Amable, sencilla y algo cándida, vestía siempre de negro, y en los días de frío yo todavía la veo en el diminuto comedor sentada a aquella mesa-camilla con brasero de picón.

Allí pasaba yo las horas, feliz. En su casa y en las calles del barrio, que entonces eran para mí el gran mundo: Constancia, Peña Redonda, Piedad, Berrocala, Gran Capitán. Y también, claro, la citada Plaza, donde los niños jugábamos a las canicas, que en aquel tiempo llamábamos bolindres. Yo era muy bueno jugando y siempre (o casi siempre) ganaba. Nos gustaba tanto estar allí, arrodillados sobre la tierra --aún no habían plantado el césped--, que perdíamos la noción del tiempo, y cuando regresábamos al hogar dulce hogar ya había caído la noche. Habría que vernos, todo sucios: las manos, las zapatillas, la cara, la ropa- Muy a menudo mi madre, que era costurera, tenía que coser rodilleras a mis pantalones. Lo hacía con abnegación, como si tanto destrozo fuera un peaje inevitable en mi etapa de crecimiento. Nunca me regañaba, eso lo recuerdo bien. Pero es que en caso contrario de nada hubieran servido sus reproches: llegar a casa cada noche, las farolas ya encendidas, con un saco lleno de bolindres ganados a pulso a mis compañeros de juego era lo más grande que podría imaginar, y nada me hubiera detenido. Ni siquiera, ya digo, las hipotéticas recriminaciones de mi madre, que durante años siguió cosiendo en silencio sufridas rodilleras al Rey de las Canicas.