Cuando decidimos tener un hijo, lo primero que nos planteamos es educarles de forma constructiva. Eliminar gritos, utilizar más premios que castigos o basarse en la comunicación son temas centrales y propósitos en la paternidad. Pero, en determinados momentos, acabamos gritando a los más pequeños y se convierte en parte de nuestra rutina.

¿Hasta qué punto es negativo gritarles? ¿Estamos dañando su autoestima?

Hablar sin gritar

No solo es posible basarnos en una educación sin gritos, es nuestro deber como padres: si no, les enseñamos que solo deben obedecer cuando perdemos los papeles. Se enseña este comportamiento por repetición y por ello supone un peligro.

Si basamos nuestra comunicación en tonos positivos, cordiales y serenos, conseguiremos lo mismo por parte de ellos. Los pequeños tienden a contagiarse de nuestro humor y de nuestra ansiedad; también de las emociones positivas. Sino queremos que obtener resultados positivos, nuestro lenguaje debe serlo también.

Motivos para no gritar

Aunque no es fácil, existen numerosas razones para dejar de gritar a nuestros hijos. Daños en su autoestima, emocionalidad inestable y distanciamientos son consecuencias directas de alzar el tono de voz.

1. Distanciamiento emocional. Perdemos la capacidad positiva de influir en ellos. Se alejan al ver en nosotros reacciones agresivas y se basa la relación en el miedo. Este miedo nunca es positivo. Ni el padre consigue obediencia ni tampoco aporta herramientas que mejoren la situación.

2. Condicionamiento en el miedo. El miedo, la ira o la tristeza son emociones directamente unidas a las conversaciones fuera de tono. El respeto debe basarse en nuestro rol como padres, en la forma de gestionar las emociones y nunca en el miedo. Si condicionamos de forma negativa la relación, nos costará demasiado tiempo reconducirla.

3. Bloqueo emocional. Cuando levantamos el tono de voz, ocurre una reacción paradójica en un niño: deja de escucharnos. Ante situaciones muy intensas, se bloquean para protegerse del daño. Por tanto, con los gritos, no nos prestan atención ni se produce aprendizaje sobre la situación. Los gritos actúan de forma inversa a la deseada.

4. Pésimo desarrollo emocional. Somos ejemplo para los más pequeños. A través de nosotros aprenden a desenvolverse en el mundo. Nuestros esquemas mentales y nuestro manejo emocional serán interiorizados y copiados por ellos. Si a nosotros nos desbordan las emociones, a ellos también. No aprenderán a manejar sentimientos como la ira o la tristeza y tampoco aprenderán a controlar la frustración.

5. Autoestima dañada. La autoestima es la más perjudicada cuando se producen gritos. Actos ofensivos contra ellos tienen una gran repercusión en su valoración y confianza. Sienten que todo lo hacen mal, que no están a la altura de lo esperado y borran los sentimientos positivos de su repertorio.

Ciencia en nuestros gritos

Por poco frecuentes que sean los gritos, siempre tienen un efecto sobre los niños. Para demostrarlo, la Universidad de Pittsburgh y la Universidad de Michigan colaboraron en un estudio conjunto siguiendo a mil familias para ver los efectos de las subidas de tono en las conversaciones con los niños. Descubrieron que el 45% de padres y madres gritaban e insultaban en algún momento a sus hijos.

Este hecho acababa ocasionando problemas más serios de conducta en el siguiente año. Los pequeños imitaban los modelos de conducta y los usaban contra los compañeros de colegios. Pero también el rendimiento se veía afectado, basándose en el incremento de la tristeza y la desmotivación.

Evitar los gritos no solo es posible, sino que se necesita para mejorar la convivencia familiar y lograr el desarrollo óptimo de nuestros hijos. Su autoestima y sus emociones se ven beneficiadas si los diálogos se hacen desde la apertura, la confianza y la crítica constructiva. Gritar siempre hará que perdamos la razón y no consigamos lo que queremos inculcar en los niños.

* Ángel Rull, psicólogo clínico.