TCtreo que habré visitado el teatro romano de Mérida más de cincuenta veces: de día, de noche, en grupo, para ver obras de teatro o traduciendo las explicaciones de algún experto. Así que, aprovechando que no tienen colegio el martes de carnaval, pensé que sería interesante que mis hijos conocieran un lugar tan importante y tan cercano. Me puse en la cola para sacar las entradas y ya sabía que a los adultos nos iba a costar entrar por ver un monumento que habíamos visto infinidad de veces, pero merecía la pena pagar siete euros cada uno y poder explicarles a los niños un poco de nuestra historia e ir inculcándoles el hábito de visitar museos y monumentos. En la taquilla me dicen que el niño, de nueve años, tiene que pagar de seis euros. Dejé en la ventanilla mis veinte euros y, mientras me picaban la entrada, caí en la cuenta de que es bastante descorazonador que un niño de nueve años, al que quieres empezar a trasmitir el gusto por la arqueología, tenga que pagar mil pesetas por una actividad educativa que no sólo no debería ser costosa sino que debería incentivarse. Lo más sangrante es que los precios también tienen su lado más oscuro y, aunque el artículo 14 de la Constitución dice que no puede prevalecer discriminación alguna, los seis euros se convierten en tres dependiendo de si resides en Mérida o en Calamonte. Me parece bien que se pague por la cultura, que nos acostumbremos a rascarnos el bolsillo, de forma simbólica, cada vez que disfrutemos de nuestro patrimonio cultural, pero cobrarle seis euros a un niño de nueve años por entrar al teatro es cualquier cosa menos edificante.