TPtor fin ha empezado la primavera. Ya venía anunciándose en los escaparates y en las revistas de moda, que avisan mucho antes de la fecha indicada, mucho más que los brotes de los árboles o el revoloteo de los pájaros y mucho más que el hombre del tiempo. Pero aún se adelanta a todos ellos, la revolución general de las hormonas, ese rumor interno que nunca notamos si todo va bien, pero que nos hace polvo en cuanto sufre la más mínima variación. Los que ya no somos jóvenes promesas de nada, los instalados en esa madurez a caballo entre Barrio Sésamo y la hipoteca, apenas sentimos los cambios. Quizá más sueño, más hambre, algún breve despertar de los sentidos que enseguida apaga el estrés que conforma nuestra vida. Y los ancianos, lo mismo, alguna alteración, un análisis revuelto, un dulce recuerdo que se queda en nada. Pero ay de los pobres adolescentes, pura hormona viviente que regula y acelera la actividad del resto de sus órganos. Guapos como nunca, en tirantes en cuanto aparece el primer rayo de sol, con faldas de tamaño inverosímil, pantalones enormes y ojos brillantes se entregan al ceremonial más antiguo del mundo: el cortejo. Siguiendo a la naturaleza, que para esto sí es sabia, los jóvenes hacen juego con el estallido de vida que empieza en el campo y continúa en los parques. Se contemplan, se miden, se abrazan, se besan en una celebración interminable. Y nosotros, los desterrados, solo podemos mirarlos y seguir preocupándonos de otras hormonas más prosaicas, las que regulan el tiroides, la diabetes, la menopausia...mientras vigilamos no quién nos mira, sino por desgracia, nuestro nivel de colesterol.