Mucho antes de que el campo estalle en colores y las noches se llenen de promesas, antes de que el aire arrastre ecos de cerezos en flor, sabes que está llegando la primavera. No tiene nada que ver con que la nariz empiece a taponarse y sea difícil respirar sin ser consciente del esfuerzo. Ni con los ojos llenos de lágrimas y los despertadores cargados de estornudos. Es otra cosa. Aún hace frío en los cristales y marzo hace honor a su fama arrastrando hojas como loco. Sigue siendo invierno, pero de pronto, una mañana, mientras te acurrucas aún en ese temblor del cuerpo al despertarse, notas otro despertar en el estómago. La luz llega distinta, dolorosa y dulce al mismo tiempo, bañando la casa de esplendor dorado. Ya no es la llamada mortecina de noviembre.

Mucho antes de la fecha, tu cuerpo ha notado que es primavera. Abres la ventana y el mundo entero huele a nuevo. Todo parece posible. Cuántas cosas trae consigo este olor. El instituto, la facultad, los nervios de los exámenes, la boca seca, los labios llenos de besos, el temblor de abrir el armario y no saber qué te hará sentir más guapa. El paisaje es el mismo, pero tú ya no. Has sabido antes que el campo que es época de brotes nuevos. Todo parece ser urgente, igual que cuando se tienen quince años y muchos días por delante.

Luego, deshaces la mañana en el café, muy lentamente, y vuelves al trabajo con la íntima y exclusiva satisfacción que da saber que hay miles de vidas posibles, pero que hoy, por encima de todo, prefieres quedarte con esta. Así de simple es ser feliz. Después de aguantar el invierno, cómo te va a derribar la primavera.