TNtingún día es comparable al primer día de vacaciones de verano. Ni siquiera la Navidad o los cumpleaños tienen ese sabor de promesa larga y recién cumplida. Hemos deseado tanto que llegue que la mañana nos sorprende con un crujido de regalo a punto de abrirse. Para llegar aquí hemos trabajado duro, viajado, madrugado, comido a destiempo. Hemos enhebrado un lunes con otro hasta desembocar en este remanso largamente acariciado, estas primeras horas perfumadas de un verano que no es verano todavía, pero que trae el olor de pastos de la infancia.

Sin que suene el despertador, la costumbre nos ha levantado temprano, y existe un gozo secreto en esta lentitud al salir de la cama, en este café primero que se saborea de pie, contemplando el trajín de otros como si hasta hace unas horas no hubiera sido el nuestro. Quedan muchos días por delante para desintoxicar cuerpo y alma de tantos venenos. Se nos dibuja en la cara el sueño satisfecho, la siesta compartida, el libro pendiente, jugar con los hijos, cenar con los amigos para los que nunca hay tiempo. Sin prisas ni agobios, con esta parsimonia temprana del amanecer. Ya se encargarán los demás de intentar llenar las horas. No las llenemos nosotros de proyectos, como si no tuviéramos suficientes el resto del año. Dejémonos de obras, pinturas o arreglar el trastero. Olvidemos a los agoreros que pronostican separaciones en septiembre . Son las primeras horas de un descanso merecido. Ojalá fuéramos capaces de convertirnos en islas habitadas solo por quienes queremos. Islas en medio de la prisa, como esta mañana sin calor de nuestro primer día. Feliz verano.