Desde hace tiempo me pasa con los años lo mismo que con los euros, se me van del bolsillo sin que llegue a darme cuenta de cómo o cuándo. Tengo recuerdos precisos hasta casi los treinta y luego, la hecatombe, años que van sucediéndose uno tras otro como las fichas de dominó.

Te descuidas un poco y ya han pasado siete veranos o nueve inviernos, ayer parece hace siglos, y hace siglos, ayer. Los hijos crecen a velocidades de vértigo. Uno amanece virgen y se acuesta divorciado, como en las comedias de Moratín , cuando todo debía transcurrir en veinticuatro horas. Y no se te ocurra sentarte a pensar cuánto tiempo hace de esto o aquello, porque lo de los veinte años líricos ha pasado a mejor vida, que te llamen señora es costumbre ya asentada, y de lo de joven promesa mejor ni hablamos.

Dicen algunos que esa sensación es señal de que la vida transcurre por sus cauces establecidos. El problema es saber cuáles son, sobre todo ahora que todo anda patas arriba, y es pasado lo presente en cuanto te descuidas.

Mientras tanto, se ha levantado un poco de aire en mitad de este calor, dan ganas de salir a la calle y sacar una silla al fresco, una de esas de anea, ponerse una bata de verano y cerrar los ojos. Entonces sí que se detiene el tiempo. Justo entre los geranios, al lado del umbral recién regado, las conversaciones hilan las mismas palabras desde hace años. Siempre habrá una mujer cosiendo en su sillita, contra las prisas y frente a los relojes. Es la Penélope que frena nuestra mortaja.

Siéntense a su lado. Los días se les llenarán de horas y las horas de palabras. Nada hay contra las prisas como una silla de anea.