A Estados Unidos le ha llegado la hora de hacer el amor y no la guerra, y Barack Obama es su profeta. Quién hubiera dicho que iba a ser un negro, un hombre de color, un afroamericano --a escoger el grado de corrección política-- el elegido para lavarle la cara al país más poderoso del mundo, ese país que hace no tanto le negaba a los suyos las condiciones más básicas de la dignidad humana. Aquellos racistas que en 1955 encarcelaron a Rosa Parks por el delito de no levantarse del asiento que había ocupado en un autobús público --en un lugar entonces destinado exclusivamente a los blancos--, ahora tendrán que soportar, ellos o sus descendientes ideológicos, que Obama haga suyo el asiento del Despacho Oval. Justicia poética.

Al igual que la cocacola, Obama es un producto americano con una fórmula mágica que gusta a casi todos. Prueba de ello es que le han votado las mayorías y las minorías, los jóvenes y los viejos, los de izquierda y los de derecha, los hispanos y por supuesto los que como él, en palabras del impertinente Berlusconi , están bronceados .

Pero Obama no es un hombre. O mejor dicho: es mucho más que un hombre. Obama es un experimento, un símbolo. Obama es el rey Baltasar con el encargo de colarse por la chimenea de América y cambiarles a los niños malos el carbón por maravillosos juguetes recién traídos de palacios de Oriente.

George Bush ha manifestado que Estados Unidos está orgulloso de tener un presidente negro, y lo ha hecho después de que las urnas nos hayan chivado que el país no estaba orgulloso de tener un presidente blanco.

Obama es el profeta de América en tiempos revueltos.