A estas horas se estarán ultimando los programas de las elecciones de mayo. Hace tiempo que algunos abogamos porque las promesas electorales de cada formación fueran publicadas en los boletines oficiales y tuvieran, como mínimo, la misma fuerza legal que un contrato de compra-venta. En las pasadas elecciones catalanas hubo quien fue al notario el primer día de campaña, quizá porque la única forma de que el pueblo soberano pudiera fiarse de él fuera por medio de un fedatario público. La cuestión es que las normativas de consumo cada vez son más estrictas y hasta los folletos publicitarios pueden llegar a tener valor contractual. Si vendes un crecepelo que acaba por ser un fraude corres el peligro de que te pueden presentar una denuncia por estafa. Pero si te dedicas a lo más serio de la democracia, a comprometerte con la sociedad en llevar a cabo proyectos de futuro, en ese caso puedes prometer el oro y el moro porque las oficinas del consumidor nunca te empapelarán si defraudas. En las próximas semanas podremos escuchar propuestas faraónicas, imaginar mundos idílicos en pueblos y ciudades, ideas peregrinas y otras irresponsables destinadas a captar el voto fácil. Pero por otro lado están esas propuestas que no intentan tanto comprar al elector como transmitirle un compromiso ético. Desde los balcones y las ventanas ha comenzado una campaña para que los partidos se comprometan por fin a aportar un 0´7% de los presupuestos a la cooperación en el tercer mundo. ¡Qué pena que un compromiso firmado hace más de treinta años aún tenga detractores por aquí cerca!