TPtrimero a cuenta gotas y ahora en un chorro casi constante. Así se ha ido conociendo una ínfima parte de lo que miles de víctimas han sufrido a lo largo de los tiempos. Quizás miles y miles. Abusos sexuales por parte de quienes tenían la obligación moral de protegerlos. Denuncias silenciadas y hechos que, aun habiéndolos comprobado, se mantenían ocultos. Ahora que la luz ha comenzado a barrer los rincones oscuros, la verdad de lo que ha ocurrido --y sin duda sigue ocurriendo-- tras los muros de muchas instituciones religiosas destinadas a la enseñanza o el acogimiento, provoca repugnancia. No se trata de una ola de anticlericalismo ni de una conspiración contra el Papa. Es simplemente la verdad y a los que más duele todo esto, a parte por supuesto de a quienes han sufrido y sufren los abusos, es a los cristianos. Ni conspiración ni embate. Es justicia lo que se busca, justicia y determinación para destapar lo que estaba tapado.

Son delitos porque violan las leyes. Los delincuentes tienen que ser juzgados y condenados y las víctimas deben alcanzar reparación. Eso es lo que la sociedad quiere. Que nunca más estos hechos sean cerrados bajo siete llaves. Que los representantes de la Iglesia actúen cuando los conozcan y los pongan en manos de la justicia porque son malhechores.

Penitencia y propósito de enmienda. Es lo que me enseñaron de pequeña. Ahora están llegando las peticiones de perdón, pero no hay perdón si no existe la clara intención de enmendarse. Son sus normas. La Iglesia tiene que convencernos de que los abusos, las agresiones, no van a ser silenciados. Omisión. Una de las tres formas de pecar. Son también sus normas.

Y luego, la penitencia.

¿Cuál se impone?